A veces no sé qué escribir

A veces no sé qué escribir.

Podría contar la historia de un hombre que, enfermo de sarampión, oyó hablar por primera vez de quien sería su esposa. Alguien le dijo que la Pipirina estaba tomando el fresco, allá por la esquina del Aguacate, en la calle cincuenta y ocho, que andaba mostrando pierna y que no tenía mal ver. Ya libre de sarampión, andando con su palomilla por el barrio alguien le anunció: “Áista, áista, ya salió la Pipirina a tomar el fresco”. Así que caminó un poco más para acecharla: la falda le hacía marea a sus rodillas, las piernas salían del umbral de la puerta, extendidas sobre la banqueta. Era la década de los cincuenta. No hablaron ese día. Lo hicieron después, en una de las bachatas armadas con cualquier pretexto en las casas. Bailaron toda la vida, siempre que hubo ocasión, de preferencia con marimba.

El ex-enfermo de sarampión y la Pipirina, caminando por la Mérida de los años cincuenta.

Podría escribir también sobre un viernes que no puedo olvidar. Eran las seis y media de la tarde y llevé a un amigo al mar. Verdoso e implacable, el oleaje de la costa yucateca contrastaba con el cielo plomizo. Había mucho viento. La esposa de mi amigo sostenía la urna con sus cenizas. Volcó un puñado en el cuenco de piel que formaron mis manos. Miré las cenizas en silencio, sin poderlo creer. Las protegí del aire para que no se volaran. Di unos pasos, descalza, sobre la arena. El oleaje se me enredó en los tobillos y bajé las manos para que el mar, sutilmente, viniera por mi amigo. Sus cenizas se deslizaron por mis manos, porque la ola fue mansa, disolviéndose con arena y espuma. Su esposa e hijo, familia y amigos cercanos, hicieron lo mismo. Ese día, exactamente, habíamos pasado trescientos sesenta y cinco días, con sus lunas y soles, sin él. Sin su cuerpo. Sin su voz. Sin las ocurrencias que nos hacían reír. ¿Quién me iba a decir que aquel hombre con el que compartí horas sabrosas escribiendo guiones, cantando en la guitarra, devorando pipián y bebiendo tequilita, estaría en mis manos en forma de cenizas?

Podría relatar la experiencia de uno de los lugares más impresionantes que he visitado, obra de Guillermo Langle, el arquitecto español que diseñó en Almería (España), los túneles que sirvieron de refugio durante la Guerra Civil. Se construyeron durante dieciséis meses a pico y pala. Hubo casi setenta a entradas a los refugios, dispuestos para la población que padeció la caída absurda de más de setecientas bombas. Para algunos accesos, Langle utilizó iglesias por lo grueso de sus muros. También hubo casas con túneles privados, afuera tenían un letrero que decía “REFUGIO” con letra grande y negra, y un lazo negro para quienes no sabían leer. Me impresionó escuchar la explicación de Abssa, nuestra guía, especialmente cuando llegamos a un espacio pequeño dispuesto como quirófano. Ahí las embarazadas daban a luz sobre un bloque de mármol blanco, el mismo mármol de Macael del que está hecha la fuente de los leones en La Alhambra. Le pregunté a Abssa qué era lo que más le gustaba de su trabajo. Ella respondió: “Las historias de la gente. La semana pasada vinieron dos hermanas que se abrazaban y lloraban. La mayor de ellas vive porque la madre vino andando desde Málaga, con una pierna herida y tras sobrevivir a tres bombardeos”. Estos túneles tienen poco más de cuatro kilómetros de longitud, con capacidad para resguardar a cuarenta mil personas. Los niños llevaban bordado su nombre en la ropa y en algunas paredes pueden verse, un tanto borrados por los años, algunos de sus dibujos. Estar ahí debajo es imponente. Fue hasta 1945, al terminar la II Guerra Mundial, que los españoles se atrevieron a cubrir las entradas definitivamente. Los túneles, que estuvieron abandonados sesenta años, hoy se mantienen como una memoria, abierta al público, para recordar lo que no debe suceder nunca más.

Podría rescatar tesoros que duran un trayecto en el metro, ese “no lugar” donde nada es imposible si de música se trata. Verídico: un muchacho con cara de asoleado aborda afortunadamente el vagón donde voy; porta al pecho un acordeón. Tiene una lata colgada al hombro para recibir monedas y un perro pequeño, oscuro como el carbón, con las dos patitas delanteras sobre el instrumento y las otras dos, con el traserito aerodinámico, apoyadas en el hombro izquierdo de su dueño. Me acuerdo y sonrío. Todos en el vagón vamos felices por verlos, moviendo pies y hombros al alegre ritmo del “Tico tico”.

Y también, por qué no, podría compartir que leyendo a Joyce encontré la palabra “omphalo”. Un piloto aviador me contó que Zeus soltó a dos águilas, cada una desde un extremo del mundo, y que el “omphalo” es donde esas dos águilas se encontraron: el ombligo del mundo. Ahí Zeus puso una piedra para señalarlo. Pensé entonces en el amor, que somos como esas dos águilas que vuelan desde extremos distintos hasta encontrarse. Que el centro del mundo logra su equilibrio si nos reunimos.

Pero a veces no sé qué escribir… ¡la vida está llena de tanto!

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